Ayer fui a la biblioteca de una amiga a recoger libros que quedarían huérfanos porque se va.
Hay algo sumamente íntimo y personal en las bibliotecas. Son los mundos que elegimos para vivir de a ratos, espacios que hemos ocupado con el alma y que (casi con seguridad, excepto lamentables excepciones) nos traemos de regreso cuando volvemos a lo cotidiano y desalmado.
Por eso pocas personas conocen ese rincón de mi casa. Por eso tengo una selección en la sala donde están los libros de buen ver. Esos que son compañía respetable, eruditos e inocentes. Diccionarios y tratados de teología duermen juntos sin causar escándalo. Nadie piensa mal de los diccionarios, aunque contengan palabras como “Irremediable”, “Orgasmo” o “Adiós”.
Por eso los libros cuidan mis espaldas mientras trabajo, mirando sobre los hombros lo que escribo, en habitación separada. Ordenados por importancia, género y categoría que permite encontrarlos cuando se requieren. En ese orden personal tengo un estante aparte, con su propia clasificación interna, donde acceden ejemplares a los que me he permitido volver una y otra vez. O los que visité una vez y encontré un pedazo tan mío que no volví nunca más.
Ayer recorrí la biblioteca de esa amiga encontrando tesoros, habitantes nuevos para espacios vacíos de mi casa. Y fue empezar la despedida (Otra más). Tuve que hacerlo despacio y parar en un punto, no porque se acabaran las opciones, sino porque se me acabaron los brazos. Ahora hay un ala nueva en mi librería con su nombre, porque ella fue la curadora y eso les da su sello.
Me dedicó dos de sus libros. Con la naturalidad y la inocencia con la que un niño te abraza antes de irse para siempre (nunca vuelve el mismo niño). Y esos ejemplares irán, sin mayores ceremonias, a hacerle compañía a los “especiales” porque eso son.
Envejecer es vivir con el corazón destrozado como si no pasara nada.