Ayer me volvieron a racionar la luz. Y esta semana ha sido un compendio de pequeñas tragedias: medicinas que no se consiguen, magia para armar un menú de fantasía con lo que haya en la despensa, idas al supermercado fallidas, tristezas y sustos.
En las conversaciones se suelen velar esas cosas. ¿qué puedes decir que no sea un eco de la realidad del otro? ¿qué sentido tiene regodearse en las miserias propias y ajenas? Una especie de pudor general limita los intercambios a pocas frases, casi siempre matizadas con humor: “Me agarró la falla eléctrica en el ascensor, la vecina me abrazaba” “me salvé del disturbio por los pelos, no sabes lo bien que corro cuando me persiguen”
El racionamiento que peor llevo es el que toca entre las 4 de la tarde y el de las 8 de la noche. No es posible aprovecharlo en diligencias y es el que corta mi hora pico. El cierre del trabajo, que siempre es una locura, la hora de las tareas y de las rutinas para irse a la cama de los hijos pequeños, el último resto de energía desperdiciado en encender velas y resolver lo indispensable.
Ayer me cortaron la luz a esa hora, y mis ánimos ya no alcanzaban para ejercer la paciencia o la buena onda. Así que fue ¡a la mierda con todo!, y sacamos un rompecabezas. Grandes y chiquitos nos desentendimos de la realidad país (igual, ya el país nos había desconectado) y nos regalamos un rato de felicidad. Ayer le ganamos una al gobierno, no les dimos permiso de robarnos la alegría.
Mientras jugaba me di cuenta que ese momento no hubiera sido posible de no ser por el empeño de funcionarios corruptos por robarse hasta los tornillos el sistema eléctrico. Trabajo mucho más de las ocho horas reglamentarias todos los días, el poco tiempo libre lo uso “con responsabilidad”: tareas, colas, limpieza, cocina… así que las horas de inmovilidad forzada pueden convertirse en un regalo, si sé utilizarlas con sabiduría.
La revolución me ha dado más que eso: De a poco hemos depurado los gustos, y aprendimos que podemos vivir sin cosas que nos resultaban imprescindibles. He cambiado mi cocina, y ahora voy a los mercados comunales a comprar verduras y frutas que producen los agricultores locales. Incluso elegir cada pieza se ha convertido en acto consciente.
Mis hijos han aprendido de primera mano lo difícil que es una sociedad justa. Lo indispensable del estado de derecho. Lo delicado del balance entre la legalidad y la justicia, lo valioso que es involucrarse en lo comunitario.
Tienen grabado a fuego, de un modo que para mi hubiera sido imposible enseñarles, que el circulo de amistades y afectos tiene un valor infinito. Que la palabra debe honrarse, que todos dependemos de todos.
Ahora sólo necesitamos sobrevivir.