Hace unos días atrás soñé que caminaba por una avenida de esas grandotas y conocidas de por aquí, y pasaba por un basurero (normal). Dentro había un montón de niños pequeños, durmiendo. Sucios y aletargados. En el sueño seguí de largo, escandalizada y dolida.
Me desperté con la sensación familiar del corazón acongojado. La realidad del país incluye ese tipo de encuentros con mucha frecuencia, así que ya es cuestión de “respirar el dolor” como dicen los que saben del tema, y seguir resolviendo. Así como cuando manejas una bicicleta, lo único que te conserva vertical es el movimiento.
Me dormí otra vez pocos minutos después, y soñé que volvía al basurero. Recogí a todos los niños, cinco de distintas edades. Busqué a la madre, que resultó ser otra criatura que necesitaba cuidados, y me los llevé a todos a la casa. Desperté en medio de las maquinaciones para meterlos a bañar, pero esta vez tenía el corazón lleno. Asustado, y lleno.
Fue la realidad la que me acongojó entonces.